Jungla sobre el asfalto

(Aland Bisso Andrade)

Aída Mamani, escolar de catorce años, aborda cada mañana un bus atestado de gente para dirigirse a la escuela. Durante casi una hora de travesía pasa a integrar un cardumen humano donde su calidad de elemento-persona pasa a la condición de elemento-cosa. Situación que la somete a la pérdida de su independencia y la conduce a una dimensión donde dependerá íntegramente de la voluntad ajena: del chofer, del cobrador y de la gente que la rodea. El chofer, un curtido rutero con más de treinta años en el volante, aún no termina de distinguir la diferencia entre llevar un bus con pasajeros o un camión cargado de reses. Pica y frena como le viene en gana, zarandea y zigzagea mejor que Messi y fácilmente puede acelerar a más de 100 por hora para llegar primero al próximo paradero. No hay ley que lo detenga ni papeleta que lo intimide. Cuando se alcoholiza los fines de semana, frente a sus colegas se jacta de que nunca pagó una multa y que jamás ha sido llevado al depósito. Un pícaro que sabe hacerla, un héroe. Todos celebran. muchos ignoran que diez años atrás en estado de ebriedad atropelló a un anciano. El hecho ocurrió en Puno. No había pruebas suficientes y el juez lo dejó libre. El cobrador, a duras penas terminó la primaria. Antes lavaba microbuses en el paradero, luego pasó a "jalador" y ahora lleva poco más de diez años como "cobra". Trata a gritos a la gente. Solo sabe pedir sencillo y que se arrimen, que al fondo al sitio, que avisen con tiempo antes de bajar. "Pie derecho, pie derecho". Vive colgado de la puerta. Medio cuerpo fuera del bus durante catorce horas diarias. No le teme a la gente ni a la muerte. Trata a los universitarios y escolares sin piedad ni tolerancia. Cuando Aida sube al bus, el cobrador la toma del brazo, luego la coge por la espalda y la empuja por la cintura, con la aparente finalidad de facilitar la subida y de acomodarla dentro del bus, pero el objetivo es otro. Es un toqueteo sistemático que hace con todas las mujeres jóvenes para sacar provecho. Con las señoras de edad y ancianos tiene otro comportamiento. Un simple tirón de manos, o un empujón acompañado de la frase. “Acomódese y avance”. Si alguien pide bajar a última hora, y encima paga con billete, el cobrador soltará toda su ira y dejará escapar una verborrea interminable, con riesgo de no dar el vuelto completo o de pedir al chofer que pare en el próximo paradero. El cobrador gritará “Dale”, antes de que la pobre victima termine de poner los dos pies sobre tierra. Si se cae es su problema. Aida se acomoda lo mejor que puede. Generalmente viaja parada quedando a merced de toda la gente que la rodea. Los ladrones abundan. Merodean de lejos y de cerca. Excepto el celular, a una escolar no hay mucho que robar. El verdadero peligro es otro. Hombres (y algunas mujeres) que la acosan. Que buscan el roce oportuno y disimulado con cada movimiento del bus, con el bamboleo de los demás pasajeros. La privacidad queda al descubierto y sin defensa. En ocasiones también le hablan al oído. Le preguntan la hora, piden una referencia de lugar o simplemente cualquier tontería con tal de abordarla. Hace calor, los malos olores se filtran por todos lados y el chofer tiene la radio prendida con alto volumen, como si el último hit de Tongo o de la Tigresa del Oriente pudiese aplacar el malestar y náuseas que la invaden de pies a cabeza. Pero no todo es música, también hay chistes y noticias. Las emisoras ocupan amplios espacios para repetirnos hasta el cansancio que el sistema judicial está corrompido, que el congreso está en crisis, que se ha incrementado la delincuencia y los casos de feminicidio. En medio de ese maremágnum de malas noticias, Aída alcanza a escuchar que un señor congresista que lleva su mismo apellido, ha sido denunciado por realizar tocamientos indebidos a una aeromoza. “Dios mío”, se lamenta, “si eso sucede en un avión, qué puedo esperar en este horrible bus”. Cierra los ojos, trata de tranquilizar su respiración y le ruega a todos los santos llegar pronto a su destino.

(09 enero, 2019)