top of page

Talla corta

  • albian44
  • 9 jul 2024
  • 5 Min. de lectura

(Aland Bisso Andrade)


Ovidio no tuvo un nacimiento prematuro, no fue un “sietemesino”; todo lo contrario, un bebé saludable, orgullo de sus padres, que irradiaba belleza y carisma. Dio sus primeros pasos poco después de cumplir los 10 meses y eso incrementó la alegría familiar. Poco antes de cumplir los dos años, su madre lo llevó a una fiesta infantil. Ovidio jugaba con otros niños hasta que llegó la hora de la foto grupal frente a una colorida torta y para entonar la canción de todos los cumples. La foto fue puesta en las redes sociales y Diana, su madre, se percató de que Ovidio aparecía con una talla algo más baja que otros de su edad, incluso algunos meses menores que él. Trató de no darle importancia, pero no pudo evitar un sinsabor, un sobresalto. Por último, se consoló de que ni ella ni el papá eran tan altos como para pretender tener hijos con tallas mayores.

Un año más tarde Ovidio ingresó al nido y Diana ya no pudo mitigar su preocupación: su hijo era el más pequeño de la clase. Sin embargo, las diferencias no eran muy notorias y Ovidio se desenvolvía con normalidad. Pero el tiempo pasó y las diferencias aumentaron; cuando ingresó a la escuela primaria todos sus compañeros le llevaban una cabeza de distancia. “Mi hijo será chato”, suspiró Diana. Ese mismo día lo llevó al pediatra de una posta local, quien le recomendó llevarlo a un hospital de la capital para buscar un ´médico endocrinólogo´. A Diana le costaba recordar esa palabra y la tuvo que escribir. Una semana después, luego de hacer cola desde las cuatro de la madrugada para conseguir una cita, ingresaron al consultorio del especialista. El niño fue examinado con detenimiento. El médico indicó exámenes de ayuda diagnóstica y la cita se programó para el mes siguiente. Regresaron a su pueblo y a Diana le pareció una eternidad. En la nueva consulta, el médico revisó los estudios y su veredicto fue inapelable: Ovidio padecía de una alteración hormonal congénita y sería un individuo de talla corta. El niño puso los ojos redondos y Diana soltó una lágrima. La receta indicaba administrar hormona del crecimiento entre otras medidas complementarias. El costo era altísimo, inalcanzable. Diana hizo rifas, vendió todo lo que pudo, redobló su trabajo y, finalmente, contra su voluntad tuvo que buscar al padre perdido de Ovidio, domiciliado a veinte horas de viaje en un autobús destartalado por un camino de sierra, por demás tortuoso.

“Maradona y Shakira son chatos y famosos, no te preocupes”, fue todo lo que pudo rescatar. El tipo sobrevivía a una borrachera de la noche anterior, habitaba una pocilga y acababa de ser abandonado por su tercera mujer. Un absoluto inútil. Diana regresó desconsolada. Pasaron algunos meses y, a duras penas, pudo comprar una sola ampolleta de hormona de crecimiento. “Algo le hará”, pensó. No le quedó otra salida que atiborrar al niño de vitaminas, hierbas mágicas y toda dieta que el folclore y la tradición familiar le podían ofrecer. Ovidio, pese a su edad, soportaba estoico los embates de su destino y aceptaba todo lo que le ponían en la mesa: hígado, bazo, extractos de betarraga, zanahoria y apio, jugos de todo tipo, preparados de huevo, quinua y maca en todas sus variantes, sopa de cabeza de carnero, leche de vaca, de cabra y de almendras, y guisos de criadillas, ranas, cuyes, además de cuanto menjurje le ofrecían los naturistas letrados e iletrados que pululaban en los mercados, ferias y en la Internet. Un vecino aseguraba que su hijo había ganado talla gracias a sesiones de estiramiento, natación y basquetbol. Ovidio fue colgado de los pies y colocado en un potro que le tiraba de brazos y piernas en sesiones interminables que le recordaban las imágenes de la Santa Inquisición que había visto por Google. Los zapatos con plataforma oculta y taco alto, tampoco solucionaron nada, por el contrario, resaltaban el defecto. La práctica del básquet fue un absoluto fracaso porque nadie le pasaba la pelota y se pasaba todo el partido corriendo de un lado para otro. En cambio, con la natación fue distinto. Aprendió a nadar en varios estilos y su madre saltaba de alegría cuando lo veía deslizarse como un pececito feliz. Era el único lugar donde no veía diferencias con los demás niños, hasta que salían de la piscina y desfilaban hacia las duchas. Ovidio era anatómicamente proporcionado. Situación que la consolaba porque le espantaba pensar en su hijo como aquellos enanos que había visto meses atrás en un circo; tipos rechonchos con piernas cortas y cabezas enormes, saltando por todos lados causando hilaridad y mofa. En cambio, Ovidio gozaba de buena simetría, su rostro era agradable y se desplazaba con naturalidad, pero en él todo era pequeño. Llegó a la secundaria con poco menos de un metro de alto y un pediatra, amigo de la familia, les pidió no perder las esperanzas, que aún podría crecer hasta los 18 años. Conoció a nuevos compañeros de aula, no todos amables como era de esperar. Le aplicaron toda clase de apodos: “cuarto de pollo”, “media vida”, “chatín”, “retaco” y un largo etcétera que Ovidio resistía con su estoicismo acostumbrado, incluso hasta cuando el vituperio venía de algunos profesores. Solo apretaba los dientes, ponía la mirada fría y jamás agachaba la cabeza. Cuando terminó el tercero de secundaria, su madre lo inscribió en un club de natación, el único lugar donde Ovidio podía destacar y compensar, de alguna manera, sus limitaciones. Aun así, casi nunca asistía a fiestas de cumpleaños ni reunión alguna que incluyera el baile.

Al terminar la secundaria acudió a la fiesta de promoción, pero luego de la fotografía oficial para el libro del recuerdo, se retiró de inmediato pese a los ruegos de su madre. Tres meses después aprobó el examen de ingreso a la universidad con un puntaje sorprendente y ocupó una plaza en ingeniería de sistemas. Rápidamente aprendió a crear programas de computación y todo lo relacionado a la informática, por lo cual podía hacer trabajos online que le permitían costear sus estudios y aliviar los gastos de la casa. Terminó la carrera un año antes de lo esperado y ganó una beca para hacer un posgrado en mecatrónica. Se ganó la admiración de sus compañeros y fue perdiendo la timidez. Empezó a frecuentar bares y restaurantes, donde, con todo desparpajo, llevaba un cojín grueso para ponerlo en su silla y no perder la línea de visión de sus acompañantes. Ovidio tenía inteligencia superior, hablaba inglés y francés, conocía de economía política, ciencia, literatura, cine, música y cultura, en general, elementos suficientes para iniciar y sostener amenas conversaciones de todo tipo. Resistía con altura cualquier tipo de broma y, al mismo, tiempo gozaba de una agudeza certera, a veces cruel, para devolver el golpe y poner la cancha pareja. Un día después de cumplir 23 años, se fue al Canadá contratado por una empresa de tecnología satelital y en una universidad de Ontario hizo maestría en inteligencia artificial. Tres años después fue invitado como pasante a un laboratorio de robótica avanzada en Corea del Sur. Su desempeño fue brillante y lo contrataron a tiempo completo. Su arduo trabajo rindió frutos: diseñó un avanzado dispositivo que facilitaba la interfaz cerebro humano - cerebro robótico para la relación bidireccional entre el sistema nervioso humano y una red neuronal electrónica.

El día de la premiación, quienes estaban en la última fila pensaron que se trataba de un niño genio. Era Ovidio, quien con su metro treinta hizo realidad la visión futura de su padre alcohólico: también se volvió famoso.

En la primera fila del auditorio, su hermosa novia coreana y su madre, no paraban de aplaudir.


(Cuento publicado en la Revista MÁSKARA Año 5. N° 26. Julio 2024)



 
 
 

Comments


POSTS RECIENTES:
BÚSQUEDA POR TAGS:
  • b-facebook
  • Twitter Round
  • Instagram Black Round
bottom of page